A la madre de Antoñito no le gustaba que se pasara el día en el descampado con aquellos gamberros; prefería que estuviera las horas muertas con el móvil que le regalaron por la comunión.
Él era un niño como los de antes: de esos que les gusta hacer batallas de indios y vaqueros subiéndose a coches herrumbrosos y tomando a las tuberías por trincheras.
Un día jugando con sus amigos, la cara de Antoñito que estaba roja de tanta batalla, se puso tan blanca como la pared.
— ¡Aquí hay un ojo! —exclamó señalando agachado por detrás de las tuberías-trinchera.
Paco y Pepe, sus amigos de batalla, clavaron sus pupilas sobre la extraña pupila azul y se miraron con gesto grave; hasta que uno de ellos empezó a llorar.
Antonio tomó el móvil, casi por vez primera, y marcó el número de la Policía.
— ¿¡Policía!? En el descampado hay… un MUERTO.
Victoria Eugenia Muñoz Solano©